el río apestoso

desaguadero

Llueve sobre la ciudad y el agua baja en torbellinos por las pendientes de las calles, arrastrando consigo la basura y los restos de aceite, hasta colarse por las alcantarillas y llegar al inquietante mundo subterráneo.
Allí se mezcla con las otras aguas que vienen de los váteres de nuestras casas. Con los detergentes. Con las espumas de afeitar y las alianzas de boda. Y discurre por túneles y galerías laberínticas, ensanchando el cauce del río nauseabundo en el que habitan los cocodrilos albinos de las leyendas urbanas, en cuyas orillas viven enormes ratas inmunes a los pesticidas, a los metales, que escalan por los sueños y se pasean por nuestra almohada.
Ese curso de agua infecta recorre kilómetros bajo los jardines en primavera, bajo los restaurantes con una estrella Michelin, hasta desembocar su caudal pestilente en el mar. En la boca misma de las lubinas salvajes que venden a 25 euros/kg en el Mercadona.